CAPÍTULO 2

Recordé una mañana de tantas. Estaba en mi habitación, acurrucada entre las sábanas, notando cómo la consciencia luchaba por hacerse paso a través de mi estado de ensoñación. Apreté con fuerza los párpados para evitar que pasara y poder continuar así en el maravilloso universo de los sueños. A veces me daba resultado y conseguía alargarlo un poquito más, permaneciendo entonces en aquel mundo que tanto me gustaba, en aquel en el que todo era perfecto. Seguí intentándolo con más ahínco, consciente sin embargo de que aquella vez, como tantas otras, no me iba a dar resultado. A pesar de ello, me negaba a abrir los ojos. Si los mantenía cerrados, podía, aunque de manera mucho más difusa, al menos conservar la dulce sensación de que todo encajaba y de que no existía nada en mi vida que me hiciera sentir desdichada.
Se abrió la puerta de mi habitación, a la manera brusca de siempre:
– ¿Piensas levantarte de una vez? –gritó Ernesto –. Estoy harto de tus estupideces y de que me hagas perder el tiempo. ¡Sal de la cama inmediatamente o te saco yo a patadas!
Sabía perfectamente lo que venía a continuación, sin embargo, me obstiné en permanecer quieta sin abrir los ojos. Tenía el convencimiento que de esa manera, alguna vez conseguiría que la pesadilla acabara y podría continuar con lo que deseaba se convirtiera en mi vida real: aquella que se producía tras mis párpados cerrados.
Escuché los rápidos pasos que se aproximaban y a continuación mi edredón salió volando por los aires. Me encogí imperceptiblemente a la espera de lo que ocurriría a continuación. Una mano grande y fuerte se aferró a mi brazo como una garra y me arrastró fuera de mi refugio.
– ¡Te he dicho que te levantes, imbécil! –continuó gritando mi hermano.
Sentí que el dolor me subía hasta el hombro, pero apreté los dientes y reprimí cualquier gesto que lo demostrara. Sabía que sería peor si se daba cuenta de que me hacía daño, porque entonces me lo haría de otra manera, ya no físicamente. Me lo haría riéndose de mí, de mi debilidad, de lo poca cosa que era y recordándome una y otra vez lo inútil que resultaba para todos y para todo.
Una vez en el suelo, no me quedó más remedio que dar por acabada la noche y con ella mi vida de ilusión. Para evitar que Ernesto la percibiera, me guardé para mis adentros una mueca de desprecio y abrí los ojos. Me encontré lo de siempre: su despectiva mirada desdeñosa.
– Si en cinco minutos no estás vestida y desayunando, ya te puedes buscar a otro para que te acompañe al colegio, niña estúpida –dijo. Esta vez sin gritar, pero con el tono desagradable de siempre.
No contesté y me dirigí hacia la puerta en busca del baño. ¿Para qué responder? Si lo hacía, con suerte sólo me llevaría algún insulto más y, sin suerte, algún golpe más o menos doloroso en cualquier parte de mi anatomía que aquel día considerara oportuna.



No sabía por qué había recordado aquel episodio de mi vida en concreto, en el que si la memoria no me fallaba, yo debía tener siete años y mi hermano Ernesto, quince. No tenía nada de especial, nada que fuera diferente a lo que era mi rutina diaria por aquel entonces. Desde que tenía uso de razón, las humillaciones, los insultos y los golpes provenientes de mi hermano, habían sido la tónica de mi vida y, ante ese trato, la postura de mis padres también había sido siempre la misma: la de hacer ver que no pasaba nada y evitar así enfrentarse a él.
Pensé en mi familia y en el hecho de que no tenía absolutamente nada de original. Más bien al contrario, resultaba sumamente aburrida. Era de aquellas historias a las que los guionistas de telenovelas baratas recurrían una y otra vez, como base para recrear a personajes con personalidades absurdamente dramáticas.
Mi madre, como prototipo de niña bien, vivía preocupada única y exclusivamente por su aspecto físico. Pasaba interminables horas en el gimnasio, en la sauna, en tratamientos de belleza y no recordaba cuántas cosas más. Mi padre por su parte, también cumplía con el modelo y era un hombre dedicado a tiempo completo y en exclusividad a su trabajo y a sus negocios. Y mi hermano, para no desentonar, era el previsible hijo de una pareja de estas características: un niño consentido y mimado hasta extremos insospechados, que acabó convirtiéndose en el tirano que genera este particular modelo educativo, debido, entre otras muchas cosas, a su total y absoluta intolerancia a la frustración. Claro que, nadie se puede hacer tolerante a aquello que no ha probado y Ernesto no conocía, ni remotamente, el sabor del <<no>>.
Me constaba que el embarazo de mi hermano fue más o menos deseado por mis padres o, como mínimo, algo programado. Teniendo en cuenta cómo era mi padre, me costaba creer que no lo tuviera incluido en su agenda como tarea a realizar. Mi madre, como era de esperar, porque para estas cosas nunca fue muy original (bueno, en realidad en pocas lo ha sido), después del parto, decidió que no quería más embarazos que le estropearan su costosa figura. A pesar de ello, años más tarde, un desafortunado accidente provocó una inesperada gestación, que acabó originando un ser fastidioso al que atender y cuidar. O sea, yo. Nadie me explicó nunca si al menos, el accidente fue provocado a causa de que mis padres sufrieran algún tipo de enajenación mental transitoria, que les llevara a vivir una desenfrenada noche de pasión, después de asistir a una de las soporíferas fiestas a las que eran invitados con frecuencia. Saber que al menos fui el fruto de algún tipo de apasionamiento, creo me hubiera consolado un poco.
En fin, que la mía era la típica historia de niña nacida en familia más o menos acomodada, ni buscada, ni deseada, ni querida y, en definitiva, una molestia para todos.
Enfrentada a esta realidad, durante mucho tiempo me empeciné en obtener unas migajas de afecto y atención, tratando de hacer las cosas lo mejor posible en todo momento. Resultó un esfuerzo baldío. De una manera o de otra, siempre acababa cometiendo lo que mi hermano valoraba enfadado como una pifia, con el consiguiente trato vejatorio por su parte. Esto a su vez provocaba que invariablemente, mi madre se pusiera de su lado saliendo en su defensa y que mi padre por su parte, mantuviera su acostumbrada actitud de ignorar, con una tranquilidad pasmosa, cualquier cosa que no tuviera que ver con sus intereses personales, relacionados, en esencia, con sus negocios.
Sonreí, no sin cierta amargura, al recordar que acabé tirando la toalla y me convertí en alguien capaz de pasar totalmente desapercibida, al llegar a la conclusión de que mi opinión no tenía ningún valor, ni era tenida en cuenta por los que me rodeaban. Me acostumbré de tal manera a no relacionarme con ellos que cuando llegó el momento de iniciar la etapa escolar, no destaqué precisamente por ser de las más populares. Apenas tenía amigos.
Y suponía que para compensar de alguna manera tanta carencia de comunicación y relación con mis congéneres, me inventé un mundo de fantasía que me permitía vivir las cosas tal y como yo las quería y que se materializaba cada noche al irme a dormir.
Me parecía recordar que todo empezó cuando tenía unos cuatro o cinco años. Al principio, debido a la corta edad, mi mundo de fantasía era bastante simple. Sólo me veía como una niña con grandes cualidades que hacían que aquellos que me rodeaban me apreciaran y valoraran. No llegué nunca a definir con claridad qué tipo de cualidades tenía. Simplemente, era alguien válida para los demás y con eso me bastaba.
Descubrí que al llegar la noche e irme a la cama, podía empezar a vivir en un mundo de ilusión que se me antojaba perfecto. Lo vivía de manera tan intensa que al despertar y hacer frente a un nuevo día, en realidad éste no pasaba de ser más que un tránsito necesario y obligatorio hasta volver a mi verdadera vida una vez llegada la noche de nuevo. No me sentía en absoluto desdichada. Muy al contrario, había encontrado mi particular manera de ser feliz.
A las puertas de la adolescencia me había convertido en una experta en evadirme de la realidad y mi <<mundo paralelo>> se había ido sofisticando, haciéndose más complejo. Por esa razón, me sentía ajena a casi todo lo que me rodeaba. Con los años, mis relaciones sociales no sólo no mejoraron, sino que en determinados aspectos, fueron a peor ostensiblemente. No compartía absolutamente nada con aquellos chicos y chicas de mi edad, cuya mayor preocupación consistía en qué ropa se iban a poner al día siguiente o si el color del pelo era el que más les favorecía o, como máximo esfuerzo de reflexión, pensar a dónde podían ir a divertirse durante el fin de semana siguiente.
Consciente de que para los demás yo resultaba un ser algo extraño, al final me esforcé todo lo que pude en intentar integrarme en el colectivo al que por edad pertenecía. Llegué incluso a tener algo parecido a unas amigas, con las que de vez en cuando iba al cine, a tomar algo e incluso, haciendo algún exceso, a ir de tiendas a comprar ropa, supuestamente de moda. Se trató de una relación totalmente superficial, en la que jamás tuve la necesidad de explicar nada relacionado con mi intimidad. Ahora que lo recordaba, tampoco llegaba a entender el por qué ellas aceptaban o toleraban mi presencia. A sus ojos, yo debía ser una persona sumamente aburrida, que no intervenía en casi ninguna de sus conversaciones, ni mostraba interés por sus actividades, ni por los temas que a ellas les apasionaban, de los cuales destacaba el de los chicos, por supuesto. Y eso que en ese tema, también intenté ser <<normal>>. Mantuve un par de relaciones, por llamarlas de alguna manera. Se trataron, en esencia, de insatisfactorios encuentros sexuales que fueron, fundamentalmente, un verdadero desastre (aunque sospechaba que no sólo para mí). Nada que ver, vamos, con lo que explican las novelas románticas de éxtasis o sublimación, ni cosas por el estilo.
Durante aquellos años de adolescencia, alguna vez, aunque de manera muy vaga, llegué a plantearme que aquella forma de comportarme, aislándome de todos y de todo, quizá no era lo más saludable para mi estabilidad emocional. Si me comparaba con los demás, me veía claramente diferente al resto. No pertenecía a ningún grupo de los que se originan de forma habitual entre los chicos y chicas de esa edad: ni a los populares, ésos por supuesto, ni a los gamberros, ni a los empollones, ni a cualquier otra tipología que pudiera surgir. Simplemente me mantenía en una especie de limbo personal, al cual nadie tenía acceso. Aunque sospechaba que de mis compañeros, eran más bien pocos, por no decir ninguno, los que hacían cola para entrar.
Como mi familia nunca había estado pendiente de mí en exceso, no se plantearon que quizá su hija presentaba conductas un tanto extrañas y, por suerte para mí, no se les pasó por la cabeza mandarme a alguna terapia o algo por el estilo. Estaba convencida que si lo hubieran hecho, el psiquiatra o terapeuta, después de una valoración superficial, hubiera encontrado síntomas más que suficientes para hacer encajar mi personalidad en diferentes trastornos. Sonreí al imaginarme al señor Freud, frotándose las manos ante la evidencia de que yo era el ejemplo viviente que demostraba una parte importante de sus teorías.
A los dieciocho años continuaba manteniendo aquella conducta asocial. Era en la que me movía con comodidad. Aunque seguía conservando la costumbre de perderme en mis pensamientos y en historias imaginarias, a aquellas alturas, mi mundo de fantasía pasó a un segundo plano. Ya no necesitaba con tanta desesperación encontrar una alternativa a la vida real.
Había acabado el bachillerato sin grandes dificultades. Suponía que las neuronas de mi cerebro que tenían como misión encargarse de mantener unas relaciones sociales adecuadas, al comprobar que se habían quedado sin funciones, decidieron ofrecer sus potencialidades a otras con un cometido diferente. O algo parecido debió suceder, ya que tenía cierta facilidad en el aprendizaje de contenidos académicos. Así que, una vez resuelto que quería un título universitario y ya que siempre me habían apasionado las ciencias, la naturaleza y sobre todo los animales, no tuve grandes dificultades para decidir qué carrera elegir.
Busqué las universidades más alejadas del domicilio familiar y acabé decidiéndome por una cercana a la ciudad de Barcelona, a más de mil kilómetros de distancia de mis progenitores y hermano. Recordaba el momento en que les había expuesto que me iba de casa y para qué. Estaba con mis padres en el salón.
– ¿Y para qué te puede servir estudiar algo así? –preguntó mi madre, mientras hojeaba su sempiterna revista del corazón sentada en un sillón –. ¿Eso que vas a hacer te asegurará llevar una vida desahogada en el futuro?
– ¿Y dónde dices que está esa facultad a la que quieres ir? –fue la pregunta distraída de mi padre desde el sofá en el que estaba sentado, mientras en su caso, dedicaba toda su atención a las noticias de economía que en aquel momento ofrecían por la televisión.
Mi hermano, que entraba en ese momento, había escuchado la conversación y al parecer también tenía algo que opinar.
– ¡Ja! ¿Tú a la universidad? –dijo, en su habitual tono desdeñoso –. Pero si no sirves para nada. ¿De verdad crees que en algún sitio te van a dar algún título que no sea el de graduada en estupidez? –Me seguía queriendo con el mismo frenesí de siempre.
Suspiré imperceptiblemente, ignoré el comentario de mi hermano y di respuestas más que escuetas, informando que me iba dos semanas más tarde, el cuatro de septiembre, y que viviría en una habitación alquilada de un piso de estudiantes que había encontrado.
– ¿Y por qué te vas tan lejos? –preguntó mi madre en un intento de parecer interesada o, más sorprendentemente aún, preocupada –. ¿Las universidades de aquí no ofrecen los estudios que quieres hacer?
– Sí, claro que los ofrecen –contesté, molesta por tener que dar más explicaciones –. Pero hace tiempo que me gustaría conocer Barcelona y una buena manera de hacerlo es yéndome a vivir allí a estudiar lo que me interesa.
Mi madre me miró, meditando unos segundos si debía argumentar alguna cosa que me convenciera de desistir de aquella idea. Llegó a la conclusión que no valía la pena. Se encogió de hombros y dirigió una mirada de reojo a su marido para comprobar si él tenía alguna opinión que dar sobre el asunto. Mi padre efectuó un ademán impaciente con la mano, mientras asentía levemente con la cabeza, dando a entender que era asunto mío adónde iba a formarme y que él no tenía nada que decir al respecto.
– Bueno, si realmente es lo que quieres hacer… –acabó diciendo mi madre.
– Sí, es lo que quiero –respondí, aliviada al comprobar que no pondrían trabas a mis planes.
Y sin perder más tiempo, salí disparada a mi habitación, dispuesta a preparar las cosas que consideraba iba a necesitar para iniciar mi nueva vida alejada de aquella familia a la que tan pocas cosas me unían. Sabía que no debía preocuparme por el tema económico. La tacañería afectiva de mi familia, la habían intentado compensar con una exagerada generosidad a la hora de ofrecerme todo lo que se puede comprar con dinero. Sin embargo, yo contaba con recursos propios. Algo escasos, eso sí, pero suficientes como para saber que no iba a tener que depender de ellos. Llevaba dos años trabajando los fines de semana en la cocina de un restaurante y había podido ahorrar casi todo lo ganado. Por supuesto, nadie estaba al tanto de esa circunstancia. Hubieran puesto el grito en el cielo al pensar que se manchara su reputación de familia respetable con una hija que se dedicaba, según sus esquemas, a algo tan poco digno. Bueno, alguna ventaja había de tener que los tuyos te ignoraran. Me había permitido hacer aquello sin tener que dar explicaciones, ya que todos habían dado por supuesto que desaparecía los fines de semana para ir a divertirme con unos amigos en realidad inexistentes. Además, tenía la intención de buscar un trabajo allí donde iba, que me permitiera hacer frente a los gastos de mi ansiada independencia.




Dejé de lado todos aquellos recuerdos al escuchar cómo se abría la puerta de una de mis compañeras de piso. Aida apareció en la cocina vestida con su infantil pijama verde estampado de ranitas rojas. Arrastrando los pies con desgana y con los ojos a medio abrir por el sueño, me saludó:
– Buenos días, Lucía –Su voz resultaba casi ininteligible, con el tono característico de quien se acaba de despertar después de una noche de plácido sueño –. ¿Hay café hecho?
– Sí. Tienes la cafetera casi llena.
– Vale, gracias –y se sentó en una silla a mi lado, sin ninguna intención aparente de coger una taza y servirse café – ¿Se ha levantado alguien más?
– Eres la primera.
– Perfecto. Voy a ducharme entonces. Por fin un día que no tendré que hacer cola en la puerta del baño –dijo, cruzando los brazos encima de la mesa y apoyando la cabeza en ellos, sin moverse ni un milímetro de donde estaba.
Me incorporé de la silla, cogí una taza, la llené de café y la puse en la mesa frente a ella.
– Toma. Ya casi está frío, así que espabila y tómatelo.
– ¡Eres un sol! –me dijo, levantando la cabeza para mirarme y dedicarme su sonrisa más seductora.
– ¡Ya! –respondí con una sonrisa torcida en mi caso.
Me caía bien Aida. Era una persona de carácter alegre y espontáneo, carente de prejuicios y de una gran nobleza. En las contadas ocasiones en que alguna circunstancia la podía llegar a enojar o entristecer, acostumbraba a durarle poco aquel estado y casi de inmediato volvía a su optimista manera de ser. Nos habíamos conocido hacía casi cuatro años, al coincidir compartiendo aquel piso. Por supuesto, yo hubiera preferido disponer de una vivienda para mí sola y evitar así la convivencia con desconocidos, pero mi elegida escasez económica, no me permitía aquellos lujos. De la decisión de irme de casa, ésa era la única cuestión que me angustiaba. No me preocupaba ser aceptada o no por mis compañeras, lo que realmente me inquietaba era que esa circunstancia pudiera afectar a mi intimidad y que me viera abocada a permanecer constantemente rodeada de personas, sin la posibilidad de disponer de los espacios de aislamiento y soledad a los que estaba tan acostumbrada. Por suerte, mis temores habían sido infundados. Tanto Aida, como las otras compañeras de piso, Ana y Silvia, habían aceptado con toda naturalidad mi falta de interés en las relaciones sociales, respetando en todo momento mis silencios en sus conversaciones, o mis huidas a la soledad del santuario en el que había convertido mi habitación. Y quizás porque habíamos establecido desde el inicio un cómodo acuerdo tácito de respeto mutuo, sumado al hecho de que ante ellas nunca me sentí forzada a fingir lo que no era, al final y de manera gradual, se había instaurado entre nosotras una relación de afectuoso compañerismo.
Curiosamente, con Aida era con la que sentía más afinidad. Y era curioso por que éramos totalmente opuestas. Para ella la vida no tenía sentido sin amigos con los que constantemente celebrar fiestas, reuniones o tertulias. Se pasaba los días compaginando los estudios con una vertiginosa y extenuante vida social, apuntándose con entusiasmo a cualquier tipo de celebración a la que fuera invitada, o siendo ella misma la que la organizaba, partiendo de cualquier excusa, como el homenaje al sacrificio estudiantil, que era la última que se había inventado.
– Lucía ¿¡Qué voy a hacer!? ¡Me estoy haciendo vieja! –dijo súbitamente de forma teatral, en un simulado tono de desespero –. Antes era capaz de irme tres días de fiesta seguidos, dormir cinco horas en total y seguir tan tranquila con mis brillantes estudios de derecho, como si nada. Y ahora, mírame. Una inocente noche de fiesta que acaba a las tres de la madrugada ¡Mira qué pinta me deja!
Puse los ojos en blanco. Tenía mi edad, veintidós años, aunque aparentaba un par o tres menos. Debía reconocer que era encantadora. Sentada de manera descuidada, tenía despeinada su ensortijada melena y varios rizos cobrizos se habían rebelado, cayéndole anárquicamente sobre la cara, dándole aspecto de bruja buena. En su cara pecosa y en sus ojos del color de la miel, siempre chispeantes, no se apreciaba ni un solo signo de falta de sueño.
– Es cierto. Tienes una cara que asusta –dije burlándome de ella –. Si yo fuera tú, me lo pensaría dos veces antes de salir a la calle y exponer a los que me fuera encontrando a sufrir terribles pesadillas después de mirarme.
– Tienes razón. Me vuelvo a la cama a seguir durmiendo el resto del día. No puedo permitir que mi conciencia cargue con el terror de nadie –dijo, haciendo un exagerado gesto de congoja y sin moverse de donde estaba.
– Deberías dedicarte al teatro en lugar de perder el tiempo con aburridos libros de leyes –opiné, mientras lavaba mi taza y la colocaba en su sitio.
– ¿Y permitir que el mundo se pierda a la gran abogada defensora de causas perdidas en que me voy a convertir en cuestión de meses? No, creo que no sería justo. Para el mundo, me refiero.
– Se perderá entonces a una de las mejores actrices melodramáticas de los últimos tiempos.
– Es posible, pero tendrá que soportar esa pérdida, no puedo compaginar las dos cosas.
– Yo no estaría tan segura de eso. Sólo hay que mirar tu agenda para darse cuenta de todo lo que eres capaz de compaginar en un solo día.
Reflexionó unos segundos antes de responder:
– Sí, pero imagina la cara que pondría un juez si se encuentra en una vista con que la abogada que tiene ante sí, defendiendo a una pobre e indefensa mujer víctima de un violento atracador, es la misma que la noche anterior representaba, en la obra de teatro a la que asistió acompañado de su respetable esposa, a una psicópata asesina sin escrúpulos. Perdería toda la credibilidad como letrada, ¿no te parece?
Solté una carcajada.
– Es posible. Aunque reconoce que sería divertido ver la expresión que se le quedaría.
Se sumó a las risas al imaginarse la escena.
 – Se me está haciendo tarde –dije consultando la hora –. Ya nos veremos esta noche si estás por aquí.
– No lo creo –comentó aún sonriendo –.  Voy a un concierto de jazz y llegaré bastante tarde. ¿Te apuntas?
¡Era impresionante su perseverancia! Me había invitado a miles de fiestas, conciertos, reuniones y demás eventos en los que participaba. A pesar de mis reiteradas negativas, en lugar de ofenderse por ellas, continuaba insistiendo obstinadamente en que acudiera a alguna. En una única ocasión, hacía ya más de un año, había accedido al fin a acompañarla a una fiesta de estudiantes. Después de sentirme como un pulpo en un garaje durante toda la noche, había resuelto que, decididamente, aquello no estaba hecho para mí.
– Gracias, pero ya sabes que lo mío no son las aglomeraciones. Que te diviertas.
– Como quieras pero de seguir así, te veo viviendo en una cueva a miles de kilómetros del ser humano más cercano, convertida en una esquiva y hosca ermitaña.
– Ahora que lo dices… –fingí reflexionar –, me parece una alternativa bastante atrayente. La tendré en cuenta a la hora de decidir mi futuro.
– Ya imaginaba que responderías algo así. Hasta mañana, entonces, ¡reina de la parranda! –Completó la despedida sacándome la lengua y sonriendo a continuación.
Únicamente le devolví la sonrisa mientras salía de la cocina. Busqué todo lo que necesitaba para el día y me dirigí a la puerta, cerrándola con sumo cuidado para evitar hacer ruido. Eran las siete de la mañana. No había visto ni a Silvia ni a Ana, aunque no era infrecuente que ocurriera. Cuando ellas se levantaban, normalmente yo ya me había ido. Fuera de casa, a no ser que nos hubiéramos citado previamente por algún motivo en concreto, era más complicado aún que coincidiéramos. Cada una de nosotras estudiaba en distintas facultades, por lo que era sumamente improbable que nos tropezáramos de manera casual las unas con las otras.
Enfilé la calle que llevaba a la estación, mientras cavilaba que en poco más de un mes empezaban los exámenes y tenía que organizarme el tiempo de manera que pudiera dedicar una parte importante del día a estudiar.
Había olvidado por completo el sueño que había tenido y a la protagonista del mismo.